- Mientras tanto, dijo, tòquele mùsica, llene la casa de flores, hagan cantar los pàjaros, llèvela a ver los atardeceres en el mar. Dele todo lo que pueda hacerla feliz.
se despidiò con un voleo de sombrero en el aire y la sentencia latina de rigor, aunque esta vez traducida en honor del marquès.
-No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad.
(...)
Seguìa adelante con el tratamiento de felicidad para ella. Desde el cerro de San Làzaro veìan por el oriente las ciènagas fatales, y por el occidente el enorme sol colorado que se hundìa en el ocèano en llamas. Ella le preguntò què habìa al otro lado del mar, y èl le contestò: -El mundo-. Para cada gesto suyo encontrò en la niña una resonancia inesperada.
La ciudad se transformò. Ambos se solazaron con los tìteres, con los tragadores de fuego, con las ferias. (...) Ella le preguntò, por esos dias, si era verdad, como decìan las canciones, que el amor lo podìa todo.
-Mi pobre niña , es verdad, pero haràs bien en no creerlo.
La fiebre cediò, ella se sentìa morir. Al principio habia resistido con el orgullo intacto, pero a dos semanas tenìa una ùlcera de fuego, la piel escaldada. Sentìa vèrtigos, convulsiones, espasmos, delirios, solturas y se revolcaba por los suelos aullando de dolor y furia. Sabia que era el final.
Gabriel Garcìa Màrquez